08/10/2024 0 Comentarios
Aprendiendo a vivir
La primera vez que mamá me dejo solo en la cuna, no me lo esperaba. En cuanto abandono la habitación me puse a llorar. Al rato escuche decir a papa: «Fíjate qué hijo más mal educado, no hace ni cinco minutos que te has ido y ya está llorando como una histérico. Yo de pequeño nunca me comportaba así. Seguro que lo hace para llamar la atención»
La primera vez que mamá me dejo solo en la cuna, no me lo esperaba. En cuanto abandono la habitación me puse a llorar. Al rato escuche decir a papa: «Fíjate qué hijo más mal educado, no hace ni cinco minutos que te has ido y ya está llorando como una histérico. Yo de pequeño nunca me comportaba así. Seguro que lo hace para llamar la atención». Era demasiado pequeño para saber si mamá iba a volver o no, o cuándo iba a hacerlo, o si iba a estar cerca o lejos. Y, por si acaso, lo único que me salía de forma automática e instintiva era llorar para que me diese alguna explicación o me tranquilizase sabiendo que regresaría, y que no me iba a abandonar. Aquello no sucedía yo pensaba siempre en lo peor. Cada vez que se separaba, lloraba porque experimentaba una sensación de abandono y creía que se iría para siempre. Lo peor de todo era cuando mamá me decía: «cómo sigas lloriqueando no me vuelves a ver»; «si eres malo, mamá se va»; «si te portas mal, no te querré». No entendía porque papá y mamá me decían aquellas cosas, ¿acaso él no lloraría si mamá se fuese de casa sin decirle nada y sin saber si ella iba o no a regresar?, ¿Cuántas horas esperaría papá, alegre y despreocupado, antes de empezar a llorar? ¿No empezaría a llorar antes incluso de que ella saliera de casa, no la seguirá por la escalera, no correrá tras ella, no intentará agarrarla sin temor a dar un espectáculo delante de todos, no se arrodillará ante ella y le suplicará? ¿Acaso comportarse así sería «infantil» o «egoísta» por su parte? Es fácil ser paciente cuando uno está convencido de que la persona amada volverá, ¿y cuando no es así? Y cuando existen dudas o existe la certeza de que su mujer no piensa volver, desde luego papá no sería paciente y sería más llorica que yo.
Tan sólo necesitaba sentir su contacto físico, su calor, recuerdo que de recién nacido sólo lloraba si me dejaban mucho tiempo solo en la cuna, pero al estar en brazos de mamá me tranquilizaba tanto que me dormía nada más mecerme. Cuando crecí deje de demandar tanto, me conformaba con tener su contacto visual, con perderme en aquellos ojos azules. Estaba contento, al menos durante un rato. Solo con verla me valía, y si me sonreía y me decía cositas de vez en cuando, aunque no las entendería, entonces ya era él bebe más feliz del mundo.
Sé que era absurdo llorar cuando mamá se iba a trabajar, pero hace más de 100. 000 años, los bebes no se separaban de sus madres, pues eso significaba quedarse tirados en el suelo, desnudos y era peligroso. Yo estaba refugiado, alimentado y abrigado. Pero, tan pronto como mamá desaparecía me ponía a llorar «como si me matasen». La muerte fue, durante miles de años, el destino de los bebés cuyo llanto no obtenía respuesta, aquello lo tenía grabado en mis genes prehistóricos. Por supuesto, que mis circunstancias eran muy distintas, pero mis células no habían aprendido eso y cuando mamá me dejaba en la cuna, ella sabía que no iba a pasar frío ni calor, que estaba protegido, que no me devorarían los lobos, ni me picarían los insectos; sabía que estaría a sólo unos metros, y que acudiría al menor problema. Todo eso ella lo sabía, pero yo no. Así que reaccionaba como un bebé del paleolítico. Mi llanto no respondía a un peligro real, sino a una situación, la separación de mamá.
Conforme crecí, aprendí a saber que no estaba en peligro y que mamá volvería. Me quedaba tranquilo mientras mamá iba a trabajar o se iba a ver una película, pero rompía a llorar cuando me perdía en la calle o en el supermercado.
Mamá me solía venir a buscar a la salida del colegio, como buen niño que era terminaba siempre manchado de arena, pinturas o con piedras en los bolsillos. Mamá a veces no me prestaba interés ni me escuchaba con atención, o me decía frases hirientes: «¡Qué manos llevas! ¿Cómo puedes ensuciarte tanto? ¡Pero mira cómo te has puesto los pantalones nuevos! ¡Tienes manchada toda la bata y encima la has roto! ¿Es que te crees que estoy para arreglar tu ropa todo el santo día?». Cuando estaba cansada me daba pocos besos y abrazos, había días que se negaba a llevarme en su regazo, papá si solía hacerlo y también me llevaba a caballito, aunque había días que me recibía incluso con frialdad. Me sentía muy triste cuando esto sucedía, entonces me iba parando en todos los escaparates y pedía todas las golosinas o juguetes que veía simplemente para «llamar la atención». Necesitaba saber que mamá me seguía queriendo y si me compraba lo que le pedía me decía que significaba que no me había dejado de querer. Era como una especie de prueba de amor que a veces llegaba, y otras muchas no.
Pero había situaciones peores, se trataba de aquellas veces que íbamos al parque. Detestaba cuando un desconocido se agachaba hasta ponerse a mi altura, me miraba fijamente a los ojos y se inclinaba hasta quedarse muy cerca de mi cara, pronunciaba con una cantinela característica y en tono agudo frases como: «¿Qué cosita tan linda!» y «cómo está el pequeño rey de la casa» entre otras; o, y el clásico «¡cuchi, cuchi, cuchi, cuchi, cu!». Aquel tonito me sacaba de quicio, pero si me pillaba de buen humor solía contestar con unas sonría, una mueca, abría los ojos o movía la cabeza y pronunciaba alguna palabra. El amable desconocido me devolvía una palabra o una sonrisa. Y de repente pasaba a ignorarme para ponerse a hablar con mamá. Ambos me quitaban la atención, conversaban entre ellos y se olvidaban de mí. No entendía lo que había pasado y no les quitaba el ojo de encima. Intentaba hacerme ver, me sacudía, decía algo, sonreía, si me desesperaba llevaba a quitarme los zapatos y tirarlos al suelo o golpear el carrito. Cuando me daba cuenta de que aquello no servía de nada, me quedaba con cara de asombro, preocupado. Me sentía muy nervioso por no comprender que estaba pasando. Alguna vez había suerte y mamá o el desconocido volvían a mirarme, aquello me calmaba al instante. Pero si seguían ignorándome me ponía a patalear, a gritar o a llorar a moco tendido.
Mamá afirmaba que tenía celos de la desconocida, y en parte puede que tuviera razón. Aunque acaso ella no los tendría si yo me pusiera a hablar con otro niño y pasará de ella o si estuviera con papá en un restaurante y se acercase una extraña, la saludase a mamá, le dijera dos preguntas cordiales o cuatro tonterías sobre el tiempo, y a continuación se sentase a la mesa y se pusiera a hablar sólo con papá durante dos horas, hablando de sus cosas, sin dedicarle ni una palabra, ni una mirada estoy seguro de que mamá se sentiría mal. Y se enfadaría si la persona en cuestión fuese joven, preciosa y vistiera de manera seductora. Aunque fuese una anciana seguro que también se pondría «celosa», nadie se puede sentir bien cuando otro te hace sentir excluido o ignorado, ¿acaso el desprecio no duele a cualquier edad? Es cierto que yo protestaba a los pocos segundos o cuando habían pasado apenas unos minutos. Y mama quizás se desesperaría a la hora, pero el tiempo es relativo. Unos segundos para mí era demasiado tiempo, y quizás ella podía soportar quince minutos y otras tres horas.
Con los años aprendí diferentes estrategias y además no me importante tanto que mamá se separase o sentir la indiferencia de los adultos. Conocí trucos más eficaces para obtener su atención. Fui probando hasta dar con las formas más adecuadas, me quedé con aquellas que resultaban más eficaces, entre ellas estaban tirar de la ropa, recoger cosas del suelo y enseñarlas como si fueran tesoros recién encontrado, como una colilla, un envoltorio o un pañuelo, intervenía en la conversación con comentarios que no venían al caso, hacia preguntas, tiraba piedras, me acercaba a la carretera, o hacía cualquier cosa que sabía que iba a provocar una respuesta inmediata mamá o su acompañante.
A mamá muchas de ellas maneras de llamar su atención no le gustaban, algunas me las prohibió. En vez de atención, a veces se enfadaba. Y eso hacía a su vez que yo me pusiera más pesado. No comprendía porque al coger cosas del suelo como un caracol, una hormiga o una cucaracha, mamá me reñía en vez de felicitarme. Si me reñía porque pedía brazos, yo pedía más brazos; si se enfada porque llamaba su atención, interrumpía más. No lo hacía para desafiar o fastidiarle, lo hacía porque no sabía que otra cosa hacer para que me viera. Y eso lo lograba, agradecía aquellos: estate quieto, para, ya vale o no sigas haciendo eso.
No me consideraba alguien exigente o que requiere de exceso de afecto. Pero vamos digo yo que no me iban a provocar ningún «trauma psicológico» por sonreírme demasiado, o por decirme muchos «cuchi, cuchi». Cuando lloraba o me portaba mal lo hacía reclamando atención, no por maldad o capricho, sino por necesidad y por amor. Si hubieran sabido que lo único que necesitaba era una sonrisa de vez en cuando, una caricia, una palabra, eso me hubiera ayudado a tranquilizarme.
Por las noches, la situación cambiaba. Sentía la necesidad de dormir con mamá y esto a papa no le hacía mucha gracia. Alguna vez escuché a mamá hablar con una amiga y contarle esta situación como intentando comprender si hacia bien o no dejándome dormir con ellos cuando yo tenía ya siete años.
—Antes le metía a veces en la cama con nosotros para que mamase cuando quisiera, era la única manera en que nos dejaba dormir. Ahora tiene que dormir con nosotros todos los días o si no empieza a gritar para que estemos con él hasta que se duerme. Pero, claro, su padre dice que no puede ser, que al final se va a tener que ir él de la cama.
—Nuestro hijo dormía con nosotros, pero a los tres años ya decidimos que durmiera solo en su habitación. Aunque es verdad que conozco a padres que ponen una cama supletoria. Quizás deberías valorar esa opción.
No entendía porque papá que tenía treinta y cuatro años y era lo bastante mayorcito para dormir solo tuviera que dormir con mamá y yo no pudiera hacerlo. Si con treinta y tantos años necesitaba dormir acompañado era él quien tenía el problema y no yo, ¿Cómo esperaba que si a él le angustiaba y daba miedo dormir sólo no me pasara a mi lo mismo que tan sólo tenía siete añitos? A mí no me importaba que papá se quedase y dormir los tres juntos. Yo era generoso y comprensivo: quería dormir con mamá, pero no me oponía a que papá también se quedase.
Alrededor de los ocho años, mis padres acabaron por obligarme a dormir solo en mi cuarto. A cambio me compraban muchos juguetes, llegue a acumular un armario entero. Pero de nada me servían porque no tenía con quien jugar, ellos apenas estaban en casa y a quien más veía era a una chica joven que se pasaba toda la tarde con el teléfono en la mano y me acostaba cuando consideraba que era la hora de dormir. Era lo que ahora llaman un niño malcriado, tenía muchos objetos materiales, incluso un teléfono móvil y una tablet donde podía ver un montón de dibujos, pero eso no me hacía feliz.
Además, tampoco me sentía comprendido con mamá cuando me obligaba a prestar mis regalos. A veces íbamos al parque con un cubo, una palita, diferentes coches, muñecos y alguna pelota. Yo dejaba todos los juguetes desperdigados por el suelo, sin quitarles el ojo de encima. De repente algún niño desconocido, se sentaba al lado y sin mediar palabra me quitaba uno de mis tesoros. Aquello era intolerable, quien le había dado permiso para jugar. Intentaba recuperarlo quitándose de las manos, pero no me lo quería devolver. El intruso ofrecía resistencia, pero en un descuido o tras mucho forcejeo lograba quitárselo. Había días que no me importa prestar mis cosas, incluso intercambiarlas o era yo mismo quien se las dejaba, pero odiaba que me lo quitasen. Las veces que me ponía a pelear, mamá y otra señora venían corriendo y en vez de defenderme mi madre se ponía de parte del intruso: «Venga, déjale el juguete.», «¡Pide perdón ahora mismo, o nos vamos!» «¡Este niño es una egoísta!» A mi madre se le daba genial prestar mis cosas, qué fácil eras ser generosa con mis posesiones. Yo me preguntaba porque no prestaba ella su bolso, su libro o su teléfono móvil. ¿Acaso ella era más generosa, o es que mis juguetes no le importaban? No me imaginaba a mamá sentada en el banco del parque leyendo su libro y que alguien se acercase y sin mediar palabra se pusiera a leerlo. Y después dejase el libro y cogiera su bolso para ver que había dentro. Quisiera ver a mi madre en esa situación para ver si lo compartir o saber cuánto tardaría en decir algo. Sería gracioso entonces que le dijese.
—Ya está bien, mamá, déjale el bolso a este señor, o me enfado. Usted perdone, caballero, es que mi madre no sabe compartir. ¿Le gusta el teléfono móvil? Llame, llame a quien quiera... ¡Tú calla, mamá, como sigas protestando te vas a enterar!
Creo que a todos nos molesta que un desconocido nos toque nuestras pertenencias sin pedir permiso. Sólo a un amigo o familiar le prestamos nuestras cosas. Yo tenía pocas posesiones, y ese cubo, esos coches y esa pelota eran tan importantes para mí como lo era el bolso para mamá. El tiempo como dije antes se me hacía muy largo, y prestar un juguete durante unos minutos me resultaba tan difícil como a mi madre podría resultarle prestarle el coche a su vecino una semana o sus tacones preferidos a mi profesora. Además, esto de prestar cosas no me quedaba muy claro, un día se me acerco una niña poco mayor que yo, era muy mona y graciosa, yo tenía las llaves de casa y jugaba con ellas como si fueran un sonajero. La niña se acercó y me hizo monerías. Me dijo que si le dejaba las llaves y yo se las di a cambio de un muñeco. Mamá esta vez no dijo nada, hasta que la niña salió corriendo con las llaves y mamá la alcanzó para conseguirlas. Después me echo una bronca del copón y me dijo que no se me ocurriera volver a hacer eso. ¡No había quien la entendiera de verdad!
Aunque peor lo pasaba cuando papá me decía que era un llorón y que me pasaba el día llorando. También decía que lloraba por tonterías y sin venir a cuento. Es cierto que yo lloraban más a menudo que los adultos, pero creo que tenía mis motivos. Lloraba cuando se me caía una construcción de lego que había tardado horas en realizar, cuando perdía en el videojuego o no lograba pasar de nivel, cuando no me compraban un helado, cuando íbamos al dentista, porque me recogían tarde del colegio, porque no encontraba la teta a la primera, porque tardaban en cambiarme el pañal, porque me daban tirones de pelo al peinarme, porque no quería irme a dormir tan pronto o no me gustaba el pijama que me ponían. Estaba claro que papá y mamá no lloraban por esas cosas o al menos yo no les había visto hacerlo. Pero sí que estaba seguro de que lloraban por otras situaciones. Me imaginaba diciéndoles cosas tristes que se me ocurrían: «Te van a hacer una inspección de hacienda.» «Me voy a morir de cáncer.» «Te van a despedir del trabajo.» «Papá no te quiere.» «Mamá tiene un amante.» «Tienes unas patas de gallo espantosas.» «Tienes muchas arrugas.» «Estás muy gorda.» «Tu equipo de fútbol baja a segunda.» A mi si me dijeran esas cosas no lloraría, pero estoy seguro de que ellos sí. A mí me afectaban cosas importantes como que mamá se separase unos minutos, intentar hacer algo y que me saliera mal, sentirme mal y no saber por qué es, no conseguir lo que quería.
Todas esas son cosas, para mí desgracia, que ocurrían varias veces al día. En cambio, las cosas que a ellos les hacían llorar ocurrían cada mucho tiempo por eso parecían menos llorones, pero no era cierto, eran igual o más quejicas que yo. Si su equipo bajase a segunda varias veces al día, si les despidiesen del trabajo cada mañana, si se muriesen sus amigos, también ellos se pasarían el día llorando. Estaba claro que el mundo del niño era mucho más duro. Y lo que más rabia me daba es que ellos habían sido también niños, pero parecían haber olvidado ese sufrimiento.
Comentarios
Dejar un comentario