08/10/2024 0 Comentarios
Gateando por la vida
Gateaba por la vida como podía, con los recursos, habilidades y destrezas que iba aprendiendo en cada momento; obviamente no tenía los mismos recursos cuando era bebé que ahora. Sin embargo, mis experiencias se iban sumando y se grababan en mí inconsciente dejando las bases de la mujer adulta que sería y soy, aunque por aquel entonces no fuera consciente de ello.
Gateaba por la vida como podía, con los recursos, habilidades y destrezas que iba aprendiendo en cada momento; obviamente no tenía los mismos recursos cuando era bebé que ahora. Sin embargo, mis experiencias se iban sumando y se grababan en mí inconsciente dejando las bases de la mujer adulta que sería y soy, aunque por aquel entonces no fuera consciente de ello.
Estas experiencias estaban hechas de sensaciones, emociones, sentimientos, pensamientos y creencias que me limitaban. Creaban mi estructura yoica, la base de lo que sería mi personalidad, el andamiaje sobre el que se sustentará la forma en que me relacionaría con el mundo. Pasé por diferentes etapas de desarrollo que me fueron moldeando de diferente manera.
Siempre me decía que si quería aprender tenía que equivocarme. Se aprende mucho más equivocándote y repitiendo las cosas que haciéndolo bien a la primera. En ese sentido era una experta del fracaso. Fracasar varias veces era mi sello. Me sentía tonta, incapaz, desvalida. Y tener que esforzarme me ayudaba a lograr mis objetivos, aunque a veces me inundara la sensación de incapacidad y de estrés. Se despertaban mis miedos, enfados y preocupaciones que cesaban cuando a la novena o veinteava vez lograba mi meta.
Me sentía muy mal cuando me comparaba con mi hermano, sentía que era inferior y experimentaba vergüenza. Buscaba un ideal que yo quería para mí, o en su defecto ser la niña que mis padres pretendían que fuera.
A veces, estando con Eugenio regresaba espontáneamente a esta etapa infantil y me sentía como la niña indefensa de entonces. Mis traumas regresaban al presente, invadiéndolo. Si no me daba un beso nada más llegar del trabajo, lo interpretaba como que no me quería, y ese estímulo emocional activaba un recuerdo pasado con mucha carga emocional, y de repente era como si esa niña tomara las riendas. Esto me provocaba ansiedad porque me sentía pequeña, frágil y vulnerable en el cuerpo de una adulta que aparentemente se manejaba bien en el mundo exterior. Nada más lejos de la realidad.
Al abrir los ojos en el hospital ya hice mi primera pregunta ¿es seguro estar aquí, hacer saber mis necesidades y esperar que me cuiden? Más bien la respuesta era que no o eso había intuido al poco de fundirse el espermatozoide y el óvulo en aquella masa homogénea que dio paso a mi corporeidad.
No vi satisfechas mis necesidades. Por el contrario, me obligaste a que me adaptase a lo que deseabas. No pude aprender a confiar en los otros y ni siquiera en mí misma. Pasaba demasiado tiempo sola. Dedicaba a poner el foco en mirar al techo o pensar en mi cuerpo, en las sensaciones y emociones que sucedían sin mi permiso. Estaba plenamente en el aquí y ahora, eso que tanto me cuesta realizar ahora que soy adulta. Estas sensaciones corporales me hacían conscientes de mi presencia física. Intentaba diferenciarme de ti, pero sentía lo mismo que tú sentías por mí, una mezcla de rechazo, odio y pena. No tenía capacidad de pensar, tan sólo de imitar tus sentimientos. Sentía en mi cuerpo lo que tu sentías, estábamos por primera vez sintonizadas, aunque casi que prefería no estarlo. Me sentía una extensión tuya, resonábamos y vibrábamos en la misma frecuencia. Como tú te sentías mal, yo también. Captaba cada sensación, cada emoción, cada manifestación de odio, rechazo, desprecio y alguna vez imagino que un poco de cariño.
De esta manera fui creando la forma de hablarme y tratarme, lo que llaman ahora el dialogo interior. De bebé llegue a la conclusión de que no era importante ni valiosa, de que las necesidades de los demás eran más importantes que las mías y por tanto no debía atenderlas, sentía que molestaba y no era bienvenida. De aquí nació mi autosabotaje. No tuve un buen recibimiento al mundo, así que una parte mía se rechazaba, y como consecuencia tenía comportamientos destructivos; evitaba la proximidad física y emocional. Me retiraba a mi soledad y bebía, fumaba, hacia deporte, leía, estudiaba y comía de forma compulsiva para no sentir el dolor del vacío que había dejado la falta de conexión y contacto que tuve contigo, mi madre. Fui experta en sustituir afectos; la frustración por una sonrisa perpetua y poner buena cara, la soledad siendo socialmente correcta. Debajo de esa fachada existía un abismo, tensión y una gran sensación de aislamiento.
Sabía que algo iba mal, mi terapeuta había tomado nota de los cambios que necesitaba realizar. Entre ellos se encontraba confiar en los demás, expresar lo que quería y no esperar que los otros supieran lo que quería sin pedirlo, modificar la creencia errónea de que las necesidades de los otros eran más importantes. Permitir recibir afecto y dejar de hablarme mal. Costaba diferenciar si mi voz interior era mía, tuya o un enemigo que quería destrozarme con aquellas frases hirientes y cargadas de negatividad.
También detestaba ir a terapia por darme cuenta de todo esto. Era doloroso y me daba pereza ser consciente de mi pasado. Otra tarea detestable era hablar con mi niña interior, era una petarda y yo lo que tenía que hacer era tratarla con amabilidad y decirle frases bonitas como: Me alegro de existas, celebro que estés aquí. Voy a cuidar de ti. Te quiero tal y como eres. Te prestaré la atención que necesitas. Tus necesidades y seguridad son importantes para mí. Me gusta estar contigo, cogerte, hablarte, acariciarte. Me gusta pasar tiempo contigo.
De recién nacida solo intentaba ser y estar tranquila, comer cuando tenía hambre, hacer mis necesidades, y dormir. Pero tú me lo ponías muy difícil. De mayor hacía regresiones espontáneas a esta etapa cuando experimentaba ganas de estar todo el día en la cama sin hacer nada. O tenía la necesidad de comer dulces o comida chatarra. También me pasaba cuando quería que Eugenio me cuidase en exceso, le demandaba mimos, achuchones, besos y abrazos, supongo que conectaba con aquella parte infantil que necesitaba ser atendida.
Al principio me dabas de comer, y yo terminaba vomitando todo. Aquello te sacaba de quicio y optaste por dejar de darme alimentos. La primera vez que me cogiste en brazos me confortaste. Me sentí conectada, protegida, contenida, y segura, pero aquellas sensaciones sólo se volvieron a repetir muy de vez en cuando con papá. Cuando él me cogía con amor, o me trataba con cuidado, me acariciaba, me limpiaba y me hablaba con un tono agradable. Me sentía relajada, y pensaba que estaba a salvo, que alguien me iba a cuidar. Pero pronto regresaba tu trato brusco, fuerte, doloroso, me volvía a estresar y me tensaba, respiraba entrecortadamente por la ansiedad que me generabas. Lloraba y tu mensaje era que yo era una carga, tu carga, requería de tiempo y esfuerzo que preferías dedicar a mi hermano o en realizar actividades que te produjeran distracción y placer. Esto para mí era devastador, despertaba de nuevo mis miedos más arcaicos.
Quizás todo esto me viniera a la cabeza justamente ahora que iba a ser madre. De bebé pasaba mucho tiempo simplemente siendo, y no podía decirte que me hacías daño. Demandaba atención, aunque me di cuenta de que estaba mejor sola. En los primeros meses estaba entretenida explorando el entorno y adquiriendo las habilidades de gatear o lamer todo lo que estaba a mi alcance. Mis necesidades individuales fueron trasgredidas, y supongo que por eso tarde tanto en desarrollar mi pésima autoestima. Aprendí a descuidarme y desamarme como tan bien me habías enseñado.
Ahora debía aprender a cuidar y respetar mi cuerpo, o eso me dijeron en mi primera clase de mindfulness. Toda aquella parafernalia me costaba horrores. Veía absurdo tener que acariciarme, tocarme, ser sensual conmigo, pero eran barreras que me impedían avanzar y experimentar el dolor acumulado. Tenía dificultad con que me tocasen y dieran afecto. Así que iba a terapia en un intento de reconectar conmigo, necesitaba hacerlo para conectar con los demás; necesitaba conectar con los otros para que completasen y suplieran las necesidades y carencias que traía de fábrica. Había mantenido relaciones dependientes y había vivido con la idea de no valerme por mi misma.
Mi relación con Eugenio era satisfactoria después de haber realizado mi largo y tortuoso proceso porque ahora éramos dos personas adultas que estaban bien por sí mismas, pero que juntas estábamos todavía mejor. Ahora teníamos el bonito y duro trabajo de cuidar de nuestro hijo y no dejar que los patrones de nuestra infancia y nuestros guiones de vida afectasen de manera negativa. Era hora de romper con el ciclo, y empezar con uno nuevo cargado de luz y de esperanza.
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